Nighthawks Café

2006-07-16

El espeluznante relato de Adriano y el carnicero.


Hoy volví a ver a Sandrino. Entró en mi tienda de antigüedades cuando estaba a punto de cerrar. La oscuridad había caído horas antes y las luces de la ciudad rebotaban por las superficies pulidas que la tormenta había dejado. Aquel día tenía las articulaciones destrozadas. Ocurría cada vez que cambiaba el tiempo. De no ser por eso, quizás habría colgado el cartel de “cerrado” a tiempo de evitar volver a verle. O quizás todo hubiera sido igual a pesar de ello. Sé que no me creeréis, pero juro que tenía exactamente el mismo aspecto con que le recordaba. Allí estaban sus enormes manazas, su cara mofletuda y su mostacho. Cuando cruzó el umbral mis piernas flojearon mientras retrocedía. Di algunos manotazos tratando de mantenerme en pie e hice caer un antiguo teléfono de la Western Electric. Allí estaba, exactamente igual a como le recordaba...
Setenta años antes, le veía casi a diario. Mi madre me llevaba a su carnicería, la única en varios pueblos a la redonda. Me gustaba salir con mi madre. En público nunca me pegaba. O al menos no tan duramente como en casa. Y había algo divertido en Sandrino. También algo siniestro.
- ¡Vamos a partir un buen trozo de carne para el pequeño Adriano! –decía gritando - ¡Crece Adriano, y algún día serás tan grande como Sandrino! –concluía la frase con una risotada, y estrellaba su enorme cuchillo contra un bloque de carne que horas antes había estado tan vivo como yo.
Otras veces, cuando era el tipo flaco quien atendía a mi madre, Sandrino me llamaba desde su lado del mostrador doblando varias veces el dedo índice con el que me señalaba. Luego se llevaba ese mismo dedo a los labios, y dejaba escapar el aire.
- Un secreto entre Adriano y Sandrino –decía en voz baja, haciendo que el gesto tuviera aún más relevancia viniendo de alguien que hablaba siempre a gritos.
Entonces sacaba algún trozo de fiambre que ocultaba en su otra mano. A veces era un trozo de jamón, otras un trozo de salami. Ese día, me dio una pieza de carne cruda y sangrienta. Parecía una víscera. Quizás un pedazo de corazón muy oscuro. Me quedé mirando cómo mis dedos se manchaban de sangre. Sandrino seguía con la plácida sonrisa de siempre. Acerqué la carne a mi boca y la sentí inundarse del sabor salado de la sangre.
- Un secreto… entre Adriano y Sandrino.
No recuerdo ninguna vez en que mi padre tardase más de una hora en cruzarme la cara desde que entraba por la puerta de casa. Nunca le guardé rencor por ello. De hecho, pensaba que todas las casas funcionaban igual. Llegó un punto en el que bajaba a saludarle en cuanto le oía llegar a casa. Algo parecido al amor. En realidad lo hacía para que me zurrase cuanto antes. Así podía estar más o menos tranquilo el resto de la tarde. Aquel día subí a mi habitación con el labio partido. Chupé hacia dentro y volvió a surgir el sabor a sangre. Caí rendido sobre la cama. No sabría decir cuanto pasó hasta que me despertaron los nudillos contra la ventana, sólo que la luna y las estrellas brillaban con fuerza y que la cara del carnicero resplandecía aún más tras el cristal. Al ver que le miraba, utilizó la mano con la que llamó para coger el enorme cuchillo que sostenía entre sus afiladísimos dientes. Sonrío de la misma forma que lo haría un serrucho si pudiera.
- Abre chico, hace frío aquí fuera.
La petición tenía el mismo tono de secreto que cuando me ofrecía regalos en la carnicería. Me levanté de la cama, tratando de no hacer ruido. Me acerqué a la ventana. Sandrino estaba agarrado con una sola mano, hundida entre las grietas de la piedra, suspendido sobre los siete metros que nos separaban del suelo.
- Vamos chico –dijo -, será otro secreto. Deja entrar al pobre Sandrino.
Sus ojos, lechosos y cubiertos de unas cataratas que horas antes no estaban allí, se entornaron tratando de dar pena.
Las piernas me temblaron. La frente y la garganta me ardían tanto que casi costaba respirar. Vi cómo mi mano se dirigía hacia el pestillo y cómo se detenía centímetros antes de levantar la pieza metálica.
- ¿Prometes… que no me harás nada?
Dirigió la punta del cuchillo hacía la frente, y trazó una cruz sobre ella.
- Prometido –dijo.
Retrocedí unos pasos tras abrir la ventana. Sandrino entró dentro serpenteando como una anguila. También su piel se veía fría y brillante como las de éstas.
- Un secreto… -dijo.
Me quedé quieto, viéndole atravesar la habitación. Por alguna extraña razón, sus pesadas zancadas no producían sonido alguno. Tan solo las bisagras de la puerta tuvieron el valor de gemir.
Cuando me quedé solo, volví a la cama. Desde ella me di cuenta de que la ventana estaba abierta de par en par, con el frío de la montaña entrando como un torrente. No fui capaz de reunir el valor para cerrarla.
Setenta años y miles de kilómetros. Nunca creí que volvería a ver a Sandrino. Cruzó el pasillo como si yo no estuviera allí, igual que la última vez que nos vimos. Fue directo a un precioso reloj inglés, un Elias Wolfe de mediados del XIX. Pude ver su corpachón de espaldas, cogiendo el reloj con delicadeza. El sabor a sangre volvió a mi boca.
posted by Marquitos at 7:44 p. m. | link | 2 propinas